Arte y cultura
Berni
Por Jorge Glusberg
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Casi al mismo tiempo que el mercado internacional lo convertía en el artista local mejor cotizado, más de 350.000 argentinos recorrían, años atrás, una vasta retrospectiva de Antonio Berni en el Museo Nacional de Bellas Artes.
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Tené siempre a mano contenido exclusivo y de alto valor para conectar con nuestra Argentina querida.

“Parece un gran espejo al que nos asomamos con fascinación”, dijo un crítico. Lo cual revela madurez: la Argentina acepta verse reflejada en una imagen crítica, en absoluto complaciente. Quizás porque, como afirmó su propia hija Lily, nacida en París: “No inventaba nada, lo veía todo”


"Pienso que la lectura política de mi obra es fundamental, que no se la puede dejar de lado, y que si se la deja no puede ser comprendida a fondo. Es más, creo que una mera lectura esteticista de mi obra sería una traición”.

Así hablaba Antonio Berni, uno de los grandes maestros del arte argentino, quien –en la década del 30– inició en su país el Arte Político. Pero debe señalarse que el Arte Político no es una forma de propaganda a favor de un partido, una ideología, un gobierno: es un modo de participar en el fenómeno político que es la vida social, participación que se realiza con independencia de las organizaciones establecidas para regirla.


Por su naturaleza, la acción política así desempeñada tiende explícitamente a animar y transformar la sociedad entera. Ya que es propio de lo político no tener fronteras ni límites acotados. Se puede ser ajeno a las banderías partidarias pero, en cambio, es imposible (aunque se pretenda lo contrario) ser extraño a la sociedad política, la única donde los hombres nacen, viven y mueren. Así lo entendía Berni: “La línea de fuerza de toda mi trayectoria ha sido la temática –afirmaba–, y en función de ella se han producido todos los cambios formales y cromáticos, porque el estilo, para mí, no sólo es una manera de hacer sino también una manera de pensar trascendiendo”.

Pintar, pues, no es un deleite destinado a unos pocos gozadores solitarios: es una obligación para con los demás. “El arte debe ser usado socialmente –resumía–. Ningún artista se puede negar a eso: a lo único que se debe negar un artista es a que lo usen a él”. He ahí la más breve definición de Arte Político: Berni no se dejó usar por nadie, pero supo usarse a sí mismo para dirigirse a todos. Son siete las etapas que se divisan en la vasta obra de Berni, cada una de las cuales fue representada en la exhaustiva muestra que le dedicó en julio el Museo Nacional de Bellas Artes, y que tuvo 350.000 visitantes, un récord histórico en los 100 años de la Institución.


Berni, nacido en Rosario en 1905, hizo su primera exposición a los 15 años (“niño prodigio” lo llamó un diario), y obtuvo el Premio Adquisición en el XV Salón Nacional a los 20. Casi autodidacta, el Berni de 1920-25 es un posimpresionista heterodoxo, que busca su camino entre la influencia del cordobés Fernando Fader y la del español Joaquín Sorolla, y demuestra ya un seguro sentido de la composición y del empleo del color, según se advierte en Alamos (1922).


Una beca le abre las puertas de Europa, en 1925. El joven rosarino se instala unos meses en Madrid y luego en París, donde –salvo un fugaz retorno a la Argentina– ha de vivir y trabajar durante cinco años. Esta segunda etapa, de 1926 a 1929, es la de su ingreso en el Modernismo, con un momento fauvista y otro cubista. Sin embargo, como en su ciclo posimpresionista, Berni desechó toda imitación para abocarse a nuevas reinterpretaciones, gobernadas por su audaz talento, como es el caso de Paisaje de Marcesine (1927), entre otros.

Es entonces cuando se acerca al grupo surrealista y experimenta con sus procedimientos y técnicas. Sin embargo, su obra de la época tiene más afinidades con la de Giorgio de Chirico, a quien los surrealistas toman por precursor de su estética. Pero, como siempre, y ahora con más certeza, Berni parte de Chirico para trascenderlo: su pintura genera nuevos contenidos que concientizan el arte “metafísico” del maestro

italiano, lo absuelven de todo desapego, para empeñarlo en una visión transida, y a veces irónica y amarga, de la realidad circundante, según puede verse en La Torre Eiffel en la pampa (1930).

Este tercer ciclo, el surrealista, va de 1930 a 1932, y se desenvuelve entre París y Rosario, porque Berni retorna a la Argentina a fines del 30, después del golpe militar del general Uriburu que, interrumpiendo la normalidad constitucional, inaugura lo que sería medio siglo de desencuentros y adversidades para el país.

En las pinturas y los collages surrealistas de Berni, que expone en Buenos Aires en 1932, sin la menor repercusión, objetos y espacios arquitectónicos dominan a las personas, anulándolas o desintegrándolas, en un universo angustioso y desolado.

Pero ese mundo de opresión y decadencia que ha vivido en una Europa obsesionada por la guerra, está ahora a su alcance en versión argentina: lo insólito, lo extraño, lo agónico, no son ya elaboraciones más o menos psicosensoriales, sino verdades de a puño, las de la miseria, el hambre, el desempleo, la injusticia, el despotismo.

Entonces, esa “carga política” que ha asimilado en París con los surrealistas, estalla en Rosario detonada por la crisis económica y social de la década del 30. El artista, que “está obligado a vivir con los ojos abiertos”, decide abrírselos a los conciudadanos a través de su pintura. Pero, ¿Qué pintura? La del Nuevo Realismo, como él la denominó, ajena a los antiguos esquemas naturalistas y veristas, y sólo interesada en traducir "las reacciones provocadas en nosotros por la realidad que observamos”.


Esta cuarta etapa se inicia en 1934 con los grandes óleos que abordan la desolada Argentina de entonces: Desocupados, Manifestación, Cosecheros. Pero Berni también se ocupa de la vida cotidiana y familiar (Orquesta típica, Malabarista, La fogata de San Juan, La siesta, Primeros pasos, Lily) y de la tragedia bélica (Medianoche en el mundo). El ciclo ha de proseguir hasta 1950, con nuevos testimonios sobre el país (El obrero muerto) y el mundo (Masacre).


Entre 1951 y 1953, Berni se internará en la Argentina olvidada y desheredada de los bosques santiagueños y los algodonales del Chaco, para ofrecer otras imágenes de la realidad circundante. El elaborado expresionismo de la cuarta etapa se descarna y simplifica en las obras de esta quinta fase (La comida, Los hacheros, Migración, El descanso).

Pero también escruta Berni la soledad de los pueblitos bonaerenses (La iglesia, El tanque blanco, La calle), la intimidad de Juanito en la laguna Juanito at the Lagoon (1974) los hogares pobres (La olla y la carne, La familia), y el pulso de los barrios urbanos (Team de fútbol).

Llegamos así a 1960, y al cierre de este ciclo. Pero, también, al comienzo de la etapa que será emblemática en la obra de Berni. En sus andanzas por los barrios, Berni se ha detenido en las villas miseria: ahí, en esas comunidades de emergencia, están los nuevos marginados, descendientes –en términos sociales y aun familiares– de aquellos espectros del atraso a quienes pintó en Santiago del Estero y en el Chaco. Cierta tarde de 1959 la visión de un baldío, en el Bajo de Flores, golpea a Berni con la fuerza de una revelación inesperada. Súbitamente, una lata rueda hasta sus pies, reluciente como una estrella. Bajo el sol declinante del invierno, esa lata vacía se le antoja no sólo una síntesis de la amarga realidad de la villa sino también la realidad misma hecha materia, y materia de su arte. “¿Para qué iba a ir a la pinturería? Para expresar lo que acababa de encontrar y de comprender me bastaban los materiales que tenía allí, a mi alcance: latas, botones, arpilleras, clavos, espejos rotos, maderas, restos de máquinas, palos de escobas, tornillos“, evocará Berni.

A partir de 1962, Berni empieza a narrar las desventuras de Ramona Montiel, a quien la pobreza ha sumido en la prostitución. También es una excluida, una marginada, aun cuando se mueva en ambientes estables y lujosos. Salvo algunos óleo-collages de gran formato, el medio utilizado por Berni para contarnos la saga de Ramona Montiel (que concluye en1977) es la xilografía con collage y relieve, toda una invención

del artista.

Aun cuando sigue relatando las vidas paralelas de Juanito y de Ramona, Berni explora, a partir de la década del 70, la sociedad de consumo, sus mitos y sus certezas, su régimen y sus abusos, en el marco de una lúcida crítica cultural, que no desecha referirse a un mundo donde la violencia del poder político y la amenaza de un holocausto atómico aún ensombrecen el horizonte humano. Tales oposiciones son la base de pinturas como El gran mundo, Las modelos y La familia del peón, y de grabados como Los nuevos gladiadores, Cámara de torturas y Escuadrón de la muerte. Entre fines de 1976 y mediados de 1977, Berni vive, trabaja y expone en Nueva York, donde observa el paradigma de la civilización postindustrial en telas donde el patetismo suele dejar espacio para la ironía.

(Torta de bodas, Contraste, Almuerzo, Los hippies, Chelsea Hotel, Calle de Nueva York). En esta séptima etapa, que sería
la última, tampoco desatiende Berni el universo de lo popular: La gallina ciega, La difuntita Correa, y Orquesta típica, un óleo de 1939 que el artista reforma y termina en 1974-75, y alrededor del cual estructura una exposición de retratos de músicos, letristas y cantantes.

Berni, quien también ha hecho tapices y esculturas, pinta a fines de la década los murales de la capilla del Instituto San Luis Gonzaga, en General Las Heras, provincia de Buenos Aires. Tema: el Apocalipsis de Juan. Pero su versión del texto bíblico del siglo I d. C. nos remite al mundo del siglo XX, al de esos años que, en la Argentina, son de plomo y torturas.

Nada revela mejor, quizás, al Berni de entonces que su estremecedora pintura Cristo en el garaje: la fuerza expresiva de esta obra acerca del ser humano humillado, perseguido y asesinado pone de manifiesto, una vez más, la calidad del artista, su dominio estético y su maestría técnica. Berni iba a morir poco después, accidentalmente, el 13 de octubre de 1981, a los 76 años. “Ser artista es emprender una manera riesgosa de vivir, es adoptar una de las mayores formas de la libertad, es no hacer concesiones”, había dicho y repetido. Pero también: “La pintura es una forma de amor. Si no hay amor que transmitir, no hay pintura, no hay arte, no hay nada”.


La libertad y el amor constituyen, pues, el nervio de su discurso, porque ambos valores presiden la dignidad humana, que él buscó defender, sin demagogia ni pedantería, por medios genuinos y altamente creativos. Así enseñó que ninguna cultura nacional puede ser cerrada, dogmática, xenófoba, sino todo lo contrario: receptiva, pluralista, dinámica. La humanidad, en última instancia, es una sola, a pesar de las fronteras.

Publicado 13/04/2023
Por Jorge Glusberg
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