Tal vez lo más notable fue que pasó por diversas locaciones y cruzó sin temor corralitos, devaluaciones, pandemias y hasta un derrumbe del cual salió airoso, manteniendo la misma fisonomía que hoy se aprecia en el cruce de dos esquinas históricas: Hipólito Irigoyen y Salta, en pleno barrio de Monserrat. Y hay una historia aparte que tiene que ver con el mobiliario y sus clientes más antiguos. Es que, cuando sus propietarios quisieron cambiar las sillas y las mesas acomodadas en el comedor, los parroquianos se negaron y ganaron la pulseada.

Jorge Dutra también tiene su historia; cuando ingresó al restaurante hace treinta años lo hizo como bachero, una actividad popularmente conocida como lava platos. Trabajador, la vida lo ayudó y llegó a su actual gerenciamiento.

Que se conozca, el puchero es el único plato que tiene letra y música propia, y su mayor intérprete ha sido Edmundo Rivero. “…Con veinte abriles me vine para el centro…el cabaret y el tropezón eran la eterna rutina y el pucherito de gallina con viejo vino carlón…”

Cuando el restaurante abrió sus puertas en un lugar privilegiado como lo era estar a la vuelta del Cabildo, su primer propietario fue un inmigrante español, Severino García. Él empezó comprando un solar en la calle Victoria (hoy Hipólito Irigoyen) con la idea de construir un local de comidas típicas. Luego de explotarlo un tiempo se lo vendió a otro español, Joaquín Barreiro González. Años después, El Imparcial se mudó unas cuadras más allá, a Victoria al 1000, donde se encuentra ahora la Avenida 9 de Julio, un sitio muy codiciado en aquel entonces; pero por el crecimiento a pasos agigantados de la ciudad, la avenida fue ensanchada y el bolichón se mudó a su actual dirección.

Sin embargo, el nombre de El Imparcial volvió a pegarse a la historia: los franquistas españoles se reunían en el Bar Español, ubicado en Avenida de Mayo y Salta, mientras que los republicanos lo hacían en el local de enfrente, conocido como Iberia. El problema era que cuando se juntaban las dos facciones volaban por el aire sillas y mesas, mientras que en El Imparcial reinaba la paz porque estaba prohibido hablar de política y de religión.

Pero el edificio actual del restaurante no es el mismo que el de 1933. Arriba estaba el Hotel Gran Victoria, que en 1961 se vino abajo por el sobrepeso que los gallegos le cargaban al depósito. A las tres de la madrugada, parecido a un terremoto, la mampostería se vino abajo. El local del bolichón se reconstruyó para que funcionara en dos pisos y llegó a tener más de cien empleados, porque los dos salones no daban abasto para una clientela que crecía día a día; un boom hecho y derecho. Fue una época en que no existían Palermo, Las Cañitas, ni Puerto Madero. El centro era el epicentro de una vida envidiable para otros países. Lo más significativo es que el terreno sigue siendo propiedad de una familia a la que desde entonces se le alquila el lugar. Incluso hubo una época en la que el propietario del terreno, Severino García, fue uno de los socios del local.

El Imparcial llegó a tener en una época más de cien socios gracias a un sistema galaico de ayuda mutua. Por ejemplo, si el recién llegado era del mismo pueblo, automáticamente entraba a trabajar al restaurante y automáticamente, además del sueldo, se le otorgaban puntos para tener un dividendo extra. El sistema propició que hubiera mozos, cajeros y jefes de cocina que también eran socios, y los socios mayoritarios eran los que dirigían el negocio. Actualmente, el bodegón tiene cinco dueños, entre los cuales se encuentra su actual gerente, Jorge Dutra. Los años (buenos y malos de la historia del país) corrieron, pero El Imparcial siguió en pie contra viento y marea. ¿Por qué? Porque la calidad de su gastronomía fue el imán de tanto éxito.